Atractivo secular, ancestral, reiterado, que
ejerció su influencia sobre Lawrence Durrell
(seudónimo del escritor británico Charles Norden),
quien con su obra El Cuarteto de Alejandría,
desentraña mediante el análisis del alma de un
conjunto de personajes singulares: Justine, Balthazar, Mountolive
y Clea, entre otros, los rasgos fundamentales, la idiosincrasia
de una ciudad cosmopolita, "ni griega, ni siria, ni egipcia, sino
un híbrido, una ensambladura", que se sirvió de
esos "símbolos vivientes" como si fueran "su
flora", envolviéndolos en conflictos que
en realidad le pertenecían única y exclusivamente a
ella: a la siempre amada Alejandría.
Ciudad plural, ecuménica, dispar, situada en el
Delta del Nilo y de las principales culturas de la
antigüedad, "ciudad de cinco razas, cinco lenguas, una
docena de religiones, el
reflejo de cinco flotas en el agua
sangrienta. Pero hay más de cinco sexos…la
mercadería sexual al alcance de la mano es desconcertante
por su variedad y profusión… Alejandría es el
más grande lagar del amor; escapan
de él los enfermos, los solitarios, los profetas, es
decir, todos los que han sido profundamente heridos en su
sexo".
Durrell se adentra en el mundo de emociones
personales que hombres de negocios,
peleteros, amantes, esposas, coristas, diplomáticos,
escritores, homosexuales, filósofos, experimentan en relación
con el sexo, con esa pasión voraz que también le es
común a la ciudad, a esa Alejandría que dio origen
a "una raza de reinas terribles que dejan tras de sí el
olor amoniacal de sus amores incestuosos, a las gatas devoradoras
de hombres, como Arsinoe" y a grandes hetairas que pueden
competir con las del pasado: Laís, Charis,
Pasifae.
Alejandría ubicua en la literatura y en el afecto de
los hombres sensibles, inapropiable, de muchos amos y admiradores
que Durrell comparte con Kavafis, rindiéndole permanente
homenaje a lo largo de su Cuarteto al poeta de la
ciudad, al viejo, a ese bardo que convirtió en tema
de sus obras los burdeles, los amores miserables, las
sombrías callejuelas donde una "prostituta borracha
camina… sembrando los fragmentos de una canción como si
fueran pétalos". Música sublime,
comparsa invisible, que a lo mejor fue la que escuchó
Antonio, ese notable suicida de la historia romana y, en
especial, de la poesía
de Kavafis, al que el poeta, y ya no Durrell, le aconseja:
"acércate resueltamente a la ventana, y escucha con
emoción, y no con los ruegos y lamentos de los cobardes,
como último placer los sones, los maravillosos
instrumentos del cortejo misterioso, y di adiós a
Alejandría, que para siempre pierdes".
Ciudad erótica, sexual, hermanada indistintamente
con el vicio y la virtud, donde las mujeres ejercen un
protagonismo fundamental que el propio Durrell reconoce al
momento de confesar que "con una mujer sólo
se pueden hacer tres cosas: quererla, sufrir o hacer literatura".
Homenaje dual a la ciudad y a un conjunto de mujeres que,
diversas y dispares, comparten con Alejandría el pecado del
mestizaje, del entrevero de razas, conductas, creencias y
colores,
porque como bien lo reconoce el escritor: "para ser feliz
aquí una mujer tendría que ser musulmana, egipcia:
absorbente, suave, blanda, demasiado madura; entregada a las
apariencias,
piel de cera
que vira al amarillo limón o al verde melón bajo
los resplandores de la nafta".
Abordajes sexuales bizarros, sorprendentes, practicados
en una ciudad en la que los hombres pueden acercarse a una mujer
en la calle, ofreciéndole sin escrúpulos un pago
por sus servicios
sexuales, porque "en nuestra ciudad nadie se ofende por eso.
Algunas muchachas se limitan a reír. Otras aceptan
inmediatamente. Pero nunca se advierte un gesto de ofensa. Entre
nosotros no se finge la virtud. El vicio tampoco. Ambos son
naturales". Vicio natural y consentido que puede llegar a la
aberración, a la pedofilia, a la existencia de burdeles de
niñas "vestidas con grotescos camisones de pliegues
bíblicos, los labios pintados, collares de abalorio y
sortijas de lata" que son ofrecidas como especial manjar a unos
marineros verriondos ansiosos de aventuras incomparables, de
placeres inconcebibles.
Urbe de talmudes, evangelios y coranes, en la que
coptos, judíos
y cristianos supeditan sus convicciones a un islamismo, a veces
fanático, cuyas creencias los musulmanes
hacen evidentes, diariamente y tres veces al día, cuando
el muecín desde el minarete de las espigadas mezquitas
recita el Ebed: Alabo la perfección de Dios,
repitiéndolo tres veces lenta y piadosamente.
Perfección que es propia de ese Dios musulmán: "el
Deseado, el Existente, el Singular, el Supremo; de Aquel que no
tiene compañero ni compañera, ni nadie que se Le
parezca, ni Le desobedezca, ni Le represente, que es sin igual y
sin descendencia".
En Alejandría, siempre escindida y dividida, es
posible diferenciar dos ciudades y dos puertos, el de los
egipcios y el de los occidentales, donde ambos comparten el
calor, el
colorido, la luz, el polvo, el
aroma de los limoneros, la fragancia del azahar, los efluvios del
mar, el amor y el
cafard, intentando reconciliar la sensualidad y el
ascetismo intelectual que, como características
nacionales, convierten a los alejandrinos en histéricos y
en extremistas, "en amantes excelsos e incomparables". No
obstante, si se observa con atención, podrá constatarse que
"cuando se atraviesa el barrio egipcio, el olor de la carne va
cambiando: amoníaco, sándalo, salitre, especias,
pescado," y, en especial, se podrá contemplar la
única decoración de muchas de las viviendas
árabes de la ciudad: "las impresiones azules de manos
juveniles, talismán que en esta parte del mundo protege a
la casa contra el mal de ojo".
Ciudad de pasiones encendidas y de amores apagados, a la
que concurren gentes de todas las procedencias:
marroquíes, argelinos, judíos del Asia Menor, de
Turquía, de Grecia, de
Georgia, griegos, etíopes, en busca de encuentros
decisivos como el de aquel escritor (Amauti) al que Durrell le
reconoce la gracia y la justicia en su
retrato de la ciudad y de sus mujeres, ése que "por error
logró perforar el caparazón insensible de
Alejandría y acabó descubriéndose a
sí mismo".
Alejandría y el amor, calles y besos, autobuses y
caricias, tranvías y manos entrelazadas, playa y sexo,
pasión y desenfreno, normalidad y aberración,
entrega y renuncia: "Una ciudad es un mundo cuando amamos a uno
de sus habitantes".
Bahía y Jorge
Amado
Los chiquillos de las calles
bonitas y arboladas serían
ricos.
Ellos serían sus criados.
Para eso existía el Morro y los
moradores del morro.
Bahía, San Salvador o Salvador, escueta y
llanamente, lo mismo da, es esa sui-generis y colorida ciudad
portuaria que, en forma de promontorio, amanece cada
mañana ungida por el agua de la
Bahía de Todos los Santos. Ciudad de dos niveles, se erige
en una pendiente empinada que permite diferenciar la ciudad alta
de la baja, comunicadas entre sí por medio de ascensores,
funiculares y carreteras serpenteantes, y muy especialmente, por
los deseos y ensoñaciones de aquellos que habitan en los
morros de la ciudad alta, quienes en las noches claras y de luna
breve, se sientan al borde del barranco, esperando con ansiedad
de amante voluptuoso que el resplandor inusitado de la encendida
ciudad baja los asalte, o que los inunden aquellos sones confusos
que suben por las laderas del morro para confirmar una distancia
que se traduce en vidas y destinos diferentes.
Jorge Amado en su novela
Jubiabá, escoge a Bahía y, en especial, al
Morro do Capa Negro para mostrar una manera de concebir la vida y
la muerte, la
relación del hombre con
el hombre, y
de éstos con esos dioses africanos, tercos e
imperecederos, que se anclaron en el corazón de
unos esclavos que resistieron, con paciente valentía, los
ritos y creencias que, a fuerza de
latigazos y zurriagazos, unos colonizadores intentaron imponerles
para que adorasen al Dios blanco de los cristianos.
Morro do Capa Negro que debe su nombre a las técnicas
practicadas por un señor blanco que tenía su
hacienda en el morro, a quien "le gustaba que los negros y las
negras tuvieran hijos, para así tener él más
esclavos… y cuando no hacía hijos, él lo mandaba
capar… Capó mucho negro el de la hacienda". Morro de
Bahía, testigo inocente de la supresión de miles de
testículos
oscuros e indefensos, donde habita el desencanto y la
desesperanza, la fantasía y la nostalgia, el poder de esas
canciones tristes que hacen llorar: tiranas, côcos, sambas;
cantares melancólicos, saudosos, de unos ciudadanos, cuyo
color de piel,
los condenó a vivir en el sojuzgamiento y la esclavitud, en la
complacencia y la servidumbre.
Morro de aparecidos fugaces, de fantasmas
reiterados, de súbitos hombres lobos creados y alimentados
por una colectividad deseosa de aventuras, de sobresaltos, de
novedades, que le diesen un sentido distinto a esa vida
difícil y dura en el morro que se traduce en negros
estibadores, caleteros, limpiabotas o zapateros, en negras
vendedoras de acarajá, frutas y pastelillos, lavanderas,
cocineras o servicio de
adentro en las casas ricas de la ciudad baja. Morro do Capa
Negro, donde los niños
se congregan alrededor de Ze Camarao para escuchar entusiasmados
las correrías heroicas del cangaceiro Lucas da Feira, ese
bandido que "tenía una puntería buena…, que en el
fondo era bueno… sólo robaba a los ricos… y luego
repartía el dinero
entre los pobres", y que, además, no dejaba mulata
incólume, negra que no tumbara a suelo o lecho
durante su paso justiciero y vengador.
Cerro de la ciudad alta, protegido por Jubiabá,
un experimentado santón, un macumbeiro, quien "era el
patriarca de aquel grupo de
negros y mulatos, gentes que vivían en ranchos de barro y
cañas, cubiertos de lata" y que "llevaba siempre un ramo
de hojas que el viento sacudía mientras el viejo iba
pronunciando palabras en nagô… ojú ánun
fó ti iká, li okú". Jubiabá,
pai-de-santo, conductor de las mejores macumbas de Bahía
de Todos los Santos, esas que empezaban conjurando a Exú,
a ese pequeño diablo perturbador y travieso que se
complace en molestar a los asistentes a las ceremonias, para
luego darle paso a los sones monótonos de la orquesta que
"producían una música enervante,
melancólica, música vieja como la raza, que
salía de instrumentos primitivos: atabaques, agogôs,
chocallos, calabazas".
Macumbas, candomblés, legado ancestral de una
raza que para que sobrevivieran sus creencias confundió,
ladinamente, sus dioses, sus orixás, con los santos
cristianos: Xangó, dios del rayo y de la tempestad: San
Jerónimo; Oxossi, dios de la caza: San Jorge; Omulu, la
terrible diosa de las viruelas: San Roque, y Oxalá, dios
del rayo y de la tormenta: el Señor de Bonfin "que es el
más milagroso de los santos de la ciudad negra de
Bahía de Todos os Santos y del paí-de-santo
Jubiabá". Macumbas sensuales, eróticas, en las que
las feitas, las sacerdotisas, danzan descalzas al compás
de la monótona música, y giran
frenéticamente, oscilando el cuerpo, con los ojos fijos en
los ogâs, mientras, esperan que el orixá se
posesione de una de ellas, toda, de su alma y de su cuerpo, para
en incomparable éxtasis caer "en el suelo, sacudiendo el
cuerpo como si aún danzara, echando espuma por la boca y
por el sexo".
Morro do Capa Negro, partero de Antonio Balduino, de
Baldo, ese huérfano que de su padre "sólo
sabía que se llamó Valentín, que fue
matón a sueldo de Antonio Conselheiro, que amaba a todas
las negras que encontraba al paso, que bebía mucho … y
que murió bajo un tranvía, borracho perdido". Negro
pendenciero que se crió y educó, suelto en el
morro, ejercitando golpes de lucha copeira, oyendo y aprendiendo
de las charlas y consejas de Jubiabá y de Ze Camarao.
Negro orgulloso que "antes de tener diez años se
juró que un día había de circular su nombre
en las historias, y que sus aventuras serían relatadas y
oídas con admiración por otros hombres en otros
morros".
Antonio Balduino, de "la piel del diablo", quien fue
perdiendo el "ojo de la piedad" para sucesivamente ejercer
diversos oficios, muchacho de mandados, tocador de guitarra,
ingenuo compositor de sambas que un aprovechado poeta le compraba
para ponerlas a su nombre y disfrutar de una fama creadora que no
le pertenecía, mendigo, ladrón, furibundo bebedor
de cachaza, amante sin parangón, vagabundo, asesino,
fugitivo, atracción de circo de pueblo, y sobre todo,
boxeador exitoso que perdió su invicto y su credibilidad
ante la noticia del casamiento de Lindinalva, esa bella, pecosa y
delgada pelirroja que, a pesar de su manifiesto odio y su
evidente repudio por Balduino, éste la convirtió en
su amor inaccesible; en fin, efímero emperador de esa
"ciudad religiosa, ciudad colonial, ciudad negra de Bahía.
Iglesias suntuosas ornadas de oro, casas de
azulejos azules, antiguos caserones donde la miseria habita,
calles y pendientes pavimentadas de guijarros, viejas fortalezas,
lugares históricos, y el muelle, principalmente el muelle:
todo pertenece al negro Balduino".
Baldo del Morro do Capa Negro, transformado en
trabajador en regla, en líder
de una huelga
legendaria y victoriosa que le otorgó un nuevo aliento a
su vida, evitando que su cuerpo de ahogado, abombado y deforme,
fuese sacado del mar y depositado en la arena, como
ocurrió con su amigo suicida Viriato el Enano. Huelga
libertaria que, sin embargo, no impidió que algún
ruin envidioso, un desconocido enemigo, con el ojo de la piedad
cegado y el de la maldad abierto, asesinará a
traición a Antonio Balduino, para incorporar su nombre y
sus aventuras a las leyendas de
Bahía, en forma de Romance popular de alto tiraje y bajo
costo que se
vende "en el muelle, en el arenal, en los veleros, en las ferias,
en el Mercado Modelo, en las
tabernas… a los marineros y a los negros tatuados que llevan un
ancla, o un corazón y un nombre grabado en el
pecho".
Barcelona y Salvador
Pániker
Pero yo sigo siendo el de la sardana en la plaza del
pueblo…
Una ciudad es también una dirección postal, unas señas urbanas
que posibilitan comunicar con exactitud, sin incertidumbres, a
sí mismo y a los demás, donde se nace, se estudia,
se respira, se vive, se trabaja, se hace el amor, se escribe, se
procrea, se muere y quizás se resucita. Salvador
Pániker así lo subraya, prolija y explayadamente,
de entrada y sin tapujos, en sus intimas y enjundiosas memorias
personales, en sus dietarios que recogen toda una espontaneidad
reflexiva: "el ensayo de
montaje de una música inconclusa", en fin, en eso que no
quiere llamar autobiografía. En el primer folio de sus
pródigos y numerosos testamentos vitales, el escritor, sin
anestesia, nos hace saber, directamente, a rajatabla, con severo
tono de registro civil y
con la autoridad de
un dedo índice enhiesto e inobjetable: "Usted nació
(…) en el número 36, piso tercero, puerta segunda,
de una calle en la parte alta de una húmeda ciudad fundada
por Amílcar Barca, y que con el tiempo
habría de llamarse De Ferias y Congresos."
Barcelona habita espiritual y físicamente en las
evocaciones del escritor, su ciudad es ayer un chalet –
"discreto, una torre con jardín trasero" – , mañana
un ático "recoleto con una gran terraza y una excelente
vista", hoy una villa, antes de ayer, en tiempos de su empresaria
existencia: un ordenado y puntual espacio de oficinas, en otros
momentos menos laborales y ejecutivos, un intimo apartamento en
el Paseo de Gracia destinado exclusivamente a la tardía
apuesta por un futuro de atareadas reflexiones y acaloradas
letras: "lo alquilé para estar solo, para escribir y
respirar, pensar a ratos, sentir que la ciudad
palpita."
Con mayor precisión el escritor confiesa que, a
lo largo de su maleable existencia, ha conocido desemejantes
Barcelonas: "la de las iglesias ardiendo al comienzo de la
guerra civil,
la de los años de la gran clausura, la de los
estraperlistas de la postguerra, la de los inmigrantes, la de la
gauche divine, la de comienzos de la democracia…Los cambios y los ciclos.",
incluyendo la del Teatro Liceo,
quemado y reconstruido, que el escritor frecuentaba en su primera
y más tonta juventud,
"invitado a los palcos de las familias amigas, indiferente a la
tramoya de Puccini y compañía:" Sin embargo, en
medio del desasosiego que produce la ruidosa trepidación
de la modernidad,
Pániker con abrumadora honestidad admite
que "la nueva Barcelona, la de los juegos
olímpicos, es difícil de
reconocer…"
Barcelona, la ciudad de origen de este escritor
universal, siempre es, a pesar de la diversidad de locaciones
físicas habitadas por Pániker, una recurrente y
fiera remembranza de las múltiples mudanzas existenciales
de un catalán a su manera que se ve a sí
mismo, – décadas después, recuerdos luego,
niño y consentido – correteando por húmedas
habitaciones de alto techo en una casa sita en "Párroco
Ubach número 36"; una vivienda familiar que parecía
"transplantada del Eixample, con esa dignidad
sobria y aburrida de la arquitectura
catalana de los años veinte."
Viene y va la temprana vida del filósofo, de su
Barcelona natal al Madrid de sus
estudios superiores, teniendo siempre como telón de fondo,
en el más profundo recoveco de su identidad, a
esa ciudad mediterránea de condales abolengos que se abre
al mundo desde un puerto acogedor de multiculturales
diversidades, por la que se puede pasear jubiloso, entusiasmado,
gozoso, ilusionado, del brazo del primer amor. "por la diagonal o
por el Paseo de Gracia a las Granjas Catalanas." Inevitables
entonces las comparaciones entre la ciudad de siempre del
escritor y la advenediza, la definición por contraste, el
reconocimiento de la diferencia y la aceptación de lo
evidente, tal como acontece en otras latitudes de tradicional
rivalidad urbana entre dos ciudades que pujan por ser la mejor ,
la primera, la verdadera capital.
Pániker registra sus impresiones prematuras y
tardías sobre la urbe del oso y del madroño:
"Acostumbrado al rigor del Ensanche barcelonés, Madrid, a
bocajarro, me pareció un galimatías. Al poco, sin
embargo, mis comentarios fueron cambiando: del inicial
desconcierto pasé a la atracción y la
empatía. Entré en la gracia del bullicio populista
(…) Madrid tenía, sigue teniendo, una cierta
indecisión espacial, una falta de centro y
simetría, un aire de cosa
antigua y a la vez inacabada (…) Se puede discutir si
Madrid tiene mucho que ver con España, e
incluso, si España es un concepto con
algún contenido estable: Pero, puestos a discutir,
ningún sitio mejor que el propio Madrid."
Barcelona es puerto, Mediterráneo, Barrio
gótico, Catedral y Ramblas, sin estas últimas,
multitudinarias, comerciales y bulliciosas, perdería parte
sustancial de su código
genético urbano. Remontar y bajar las ramblas, curiosear a
solas, comentar para sí mismo o para otro, beber una
caña con su correspondiente tapa, desandar el presente y
anticipar el porvenir, en fin, imaginarse otra vida en medio del
gentío, ha sido tarea grata y gratuita de barceloneses y
turistas; el propio escritor no ha podido escapar a la
seducción que producen estas calles con su permanente
algarabía, Pániker rememora "Con una imaginaria
música de fondo, deambulaba Ramblas abajo, entre las
flores y los pájaros, para entrar por el Arco de Teatro al
Barrio Chino o a la Plaza Real, donde el protagonista
hipotético de una novela no menos hipotética
vivía su rebelión, su deseo lujurioso de anonimato
(…) Todo poblado catalán costero exige unas
ramblas, un canal primitivo y populoso, tercer mundista, alegre,
desembocando al mar."
Ni siquiera la visión panorámica que se
obtiene de la ciudad desde las alturas del Tididabo, desde esa
atalaya mixta, natural y artificial, falsa y cierta, genuina y
kitsch, Barcelona se escapa a uno de los implacables juicios del
escritor, "ese urbanícola recalcitrante ", quien, en
repetidas ocasiones, expresa su opinión acerca del color
de la ciudad y del tono de los catalanes:
Sobre la ciudad: Pániker es
áspero en la apreciación de su ciudad y sin
contemplaciones expresa su categórica opinión
sobre una decolorada urbe: "…a mí Barcelona
siempre me pareció gris. Quiero decir parda. Y fea.
Claustrofóbica: por falta de verde, por darle la
espalda al mar, por la viciada atmósfera, por la pusilanimidad de los
catalanes: ¿qué fue de aquellas manzanas
abiertas que proyectó Cerdá? Hasta las palomas
tomaron el color de los adoquines."Acerca de los catalanes: Sobre sus
orígenes sanguíneos y su nacionalidad inevitable, el escritor reconoce
que "mi tanto por ciento de sangre
india
sólo contribuía a que fuera un punto más
moreno que los demás", sin embargo, teniendo muy en
cuenta esa particularidad étnica, sin reservas,
confiesa que: "Yo soy un catalán con raíz
remota, pero catalán al fin. Prueba de que soy
catalán: no me gusta pagar impuestos, no
me gustan las milicias, no me gusta el
Estado." Y más prolijo en argumentos confirma sin
tapujos que: "Bien es cierto que Cataluña sigue siendo
un país de gente huraña y aburrida, escasamente
hospitalaria, poco tribal. Mi abuelo Alemany, cuando le
preguntaban "¿cómo está usted?,
contestaba: y a usted que más le da." Los catalanes,
por otra parte, no saben flirtear – en la
acepción más amplia de este verbo -. A los
mejores les salva su sentido irónico. Y un cierto
empuje locuril. Dicho sea sin ánimo de contribuir a la
maledicencia histórica, y a sabiendas de que existen
fastuosas excepciones." Comentarios semejantes, atrevidos y
sin cortapisas le prodiga también el escritor a la
particular burguesía catalana: endogámica,
discreta, oligárquica. Sin embargo, a pesar de todo,
Pániker confirma tajante, para que no quede la menor
duda acerca de su reconocida condición ciudadana: "O
sea que soy catalán pero no me siento catalán.
Ni español. Me siento ciudadano del mundo,
completamente de vuelta de cualquier nacionalismo."
Barcelona, la ciudad por antonomasia de la gauche
divine, es una inmensa editorial, un pie de imprenta, un
colofón, una localidad precisa y necesaria para completar
citas y referencias de interminables repertorios
bibliográficos de ensayos,
tesis y
tesinas, en fin, en esa peculiar ciudad tipográfica
Pániker decidió ser, a la vez, editor y escritor, y
en especial, conquistar esta última condición que
sólo pueden certificar los interminables folios impresos y
una curiosa e intransferible manera de entender la vida, en
especial, en los precarios momentos de agudas dificultades
existenciales: "Curiosa particularidad de mi sistema
defensivo: Siempre, en los momentos de crisis, me he
puesto a escribir con intensidad: Siempre, ya digo, he tratado de
encontrar alguna ventaja en la desventaja, sin perder el tiempo
en quejas o en cantos trágicos. Siempre he sabido que lo
más peligroso es el lenguaje",
y por si fuera poco, en su condición de escritor de
Cataluña, para más añadiduras reconoce
humilde y sin remilgos que "el catalán es una lengua
recoleta y menestral, también poética, sin pizca de
arrogancia, como cohibida y a la vez telúrica. El castellano, ya se
sabe, arrastra multitud de improntas históricas, muchas de
ellas impresentables."
Una ciudad nunca deja de ser, es posibilidad cierta de
redescubrimientos inusitados, de improviso retorno a lo
inédito, confesión aceptada acerca de la
notabilidad de lo evidente y siempre visto y, ahora, vuelto a ver
en compañía de otros ojos, en particular los de una
mujer "que no usa perfume (…) no es exactamente una mujer
guapa, aunque si atractiva, con una boca sensual y algo porcina,
un pelo tupidísimo que le cae por la frente, una sonrisa
divina que le transfigura el rostro." Tomado por sorpresa en sus
acendradas percepciones citadinas y en sus pretéritas
vivencias urbanas, Pániker consiente: "Habíamos
deambulado, antes de comer, por el Portal de l"Ángel,
pavimentado, por la plaza de la Catedral, Barrio Gótico, y
parecía que estuviéramos en una ciudad
desconocida."
Buenos Aires y Jorge
Luis Borges
Esa ciudad que yo creí mi
pasado,
es mi porvenir, mi presente…
Jorge Luis Borges
habitó el mundo, declaró haber navegado por los
diversos mares del planeta, confesó haber sido "una parte
de Edimburgo, de Zurich, de las dos Córdobas, de Colombia y de
Texas", pero nunca pudo renunciar a Buenos Aires, a
esa ciudad que amó y rechazó, que le fue tan
cercana y tan distante, en la que vio el rostro de una muchacha
que puede suplir todas las visiones, todo lo que merece ser visto
y lo que no. Buenos Aires aparece en la obra del poeta como un
lugar ubicuo, imborrable, como una ciudad portátil que lo
acompaña en el recuerdo, sin necesidad de ojos para volver
a ver lo que sólo existe en la memoria, en
esa memoria emotiva
que es capaz de trasladarse hasta los orígenes mismos de
su ciudad, para asistir al momento de su fundación
mítica, cuando " el río era azulejo entonces como
oriundo del cielo con su estrellita roja para marcar el sitio en
que ayunó Juan Díaz y los indios
comieron".
Como toda ciudad, Buenos Aires es paraje cernido,
percolado, sometido a los mitos y
prejuicios de quien la recuerda y rememora: es tarde y
crepúsculo, noche, patio, aurora, amigos, amores, calles y
sucesos, sueño y, en ocasiones, pesadilla. La Buenos Aires
de Borges no escapa a esta circunstancia, el poeta la evoca desde
su más recóndita condición de ciudadano, se
adentra en las evidencias de
lo físico y en la inmaterialidad de las esencias, la
recorre con la mirada y con el pensamiento,
la describe con la simplicidad de lo contemplado directamente,
sin tamices, y con la complejidad de lo que se refleja
oblicuamente desde unos espejos donde habita la oscuridad y la
ceguera.
Buenos Aires, en la poesía de Borges, es el
orgullo del barrio, el sentido de pertenencia a un ámbito
que trasciende lo geográfico para adquirir un carácter propio que lo diferencia y
distingue de aquellos otros barrios que compiten con él
por ser el mejor, el más distinguido, la
encarnación de la hombría, del fútbol,
del tango, la
milonga, o de las más bellas y decididas mujeres. Palermo,
Barrio Norte, el Paseo de Julio, dejan de ser nomenclatura
urbana, dirección de vecindad o terminal de
tranvía, metro o autobús para transmutarse en
lealtad, en amistad, en
pesadilla lúcida, en olvido preservado, en
resignación, en fin, en todas aquellas emociones
experimentadas por un poeta que diferencia su patria grande de la
chica, su país, su ciudad, de su barrio.
Barrios disímiles, amados y despreciados,
aceptados y rechazados: uno repudiado, al que el poeta le reclama
"sufres de caos, adoleces de irrealidad, te empeñas en
jugar con naipes raspados por la vida"; otro protegido, que
Borges preserva del olvido que es el "modo más pobre del
misterio". Barrios de barrios, como Barrio Norte que alguna vez
fue "un argumento de aversiones y afectos, como las otras cosas
del amor", o como Palermo, ese barrio poseedor "de unas cuantas
milongas para hacerte valiente y una baraja criolla para tapar la
vida y unas albas eternas para saber la muerte".
Barrios de Buenos Aires trazados con "vaivén de recuerdo"
y que se van diluyendo "en la muerte chica de los
olvidos".
Si la vida tiene asidero en la Buenos Aires de Borges,
la muerte no oculta su vigencia: La Chacarita y la Recoleta son
convocados desde lágrimas, deudos y entierros para sumarse
al variado espectro de los lugares que protagonizan la
paradójica vida urbana. El poeta convive a lo largo de
toda su poesía con la muerte, la hace suya, la convierte
en compañera insustituible, incluso, en fuente de vida, en
otro mar, en otra flecha "que nos libra del sol y de la luna y
del amor". De allí que sea impensable que Borges no le
cante a los cementerios de Buenos Aires, a esos dos camposantos
extremos, contradictorios, donde las lápidas sustituyen a
las partidas de nacimiento y a los carnés de identidad. La
Chacarita es, a los ojos de Borges, "un conventillo de
ánimas", "una montonera clandestina de huesos",
allí "la muerte, es incolora, hueca, numérica, se
disminuye a fechas y a nombres, muertes de la palabra". La
Recoleta es otra cosa, "aquí es pundonorosa la muerte",
"bellos son los sepulcros, el desnudo latín y las trabadas
fechas fatales, la conjunción del mármol y la
flor". Sin embargo, en ambos, en el anónimo y en el
conocido, en el de todos y en el exclusivo, en cualquiera de
ellos "siempre las flores vigilaron la muerte, porque siempre los
hombres incomprensiblemente supimos que su existir dormido y
gracioso es el que mejor puede acompañar a los que
murieron".
Buenos Aires es un fervor de calles, patios, balcones,
arrabales, aldabas, portones y zaguanes que Borges recupera de su
anonimato para incorporarlos a una eternidad personal que se
nutre de los detalles de una ciudad vista en dos tiempos: en los
de la juventud cuando "buscaba los atardeceres, los arrabales y
la desdicha", y en el de la madurez cuando, por el contrario, se
conformaba con "las mañanas, el centro y la serenidad".
Ese fervor del poeta se expresa en el peculiar homenaje que le
prodiga a las calles de Buenos Aires, a esas que "ya son mi
entraña", y que pueden revestir infinitas
características y variedades: "ávidas, incomodas de
turba y ajetreo, desganadas, enternecidas de penumbra y de ocaso,
reales como un verso perdido y recuperado, abatidas de agua y de
sombra, taciturnas, grandes y sufridas"; heridas abiertas de su
ciudad que le permiten decir a Borges con absoluta
satisfacción que "hoy he sido rico en calles".
Borges tampoco puede prescindir de los patios de su
ciudad, de esos "patios cóncavos como cántaros",
"cielo encauzado", declives por los cuales "se derrama el cielo"
en casas y jardines. Patios de Buenos Aires que conviven con "la
amistad oscura de un zaguán" y con los jardines que son
como "un día de fiesta". Protagonistas fundamentales de
una manera de vivir, de consolidar el hábito de morar en
la casa de siempre, esa que incorpora al patio una caterva de
cielos y quebradizas lunas nuevas, infundiéndole al
jardín su ternura; mientras el poniente se acuesta en la
hondura de la calle del poeta.
Buenos Aires, en la perspectiva de Borges, es
también la plaza de Mayo, la Dársena Sur, una
esquina de la calle Perú, un arco de la calle Bolívar,
la vereda de Quintana, una puerta numerada, la pieza contigua y
el infaltable espejo que repite y reproduce a los hombres sin
cesar. Es igualmente, la otra calle, el enemigo, "un plano de mis
humillaciones y fracasos", la creadora de laberintos urbanos y
personales que genera certidumbres autobiográficas que
conducen al reconocimiento de que con la ciudad, con Buenos
Aires, "no nos une el amor sino el espanto; será por eso
que la quiero tanto".
Ciudad irrenunciable, patria cierta de un poeta que
acepta sin remilgos que "los años que he vivido en
Europa son
ilusorios, yo estaba siempre (y estaré) en Buenos Aires"
porque "Buenos Aires es hondo, y nunca, en la desilusión o
el penar, me abandoné a sus calles sin recibir inesperado
consuelo, ya de sentir irrealidad, ya de guitarras desde el fondo
de un patio, ya de roce de vidas".
Caracas y Rafael
Arráiz Lucca
Al fin termino por entender
que yo amo esta ciudad hasta la rabia.
Caracas es una ciudad evocada, vive en permanente
cambio, se
alimenta de un pasado efímero que gobernantes y
constructores se empeñan en conculcar con rapidez y, sobre
todo, con avidez. Esa Caracas nostálgica es permanente
fuente de inspiración para aquellos que buscan preservarla
del olvido, transformándola en música, copla,
canción o verso que se torna en recuerdo inconculcable.
Rafael Arráiz Lucca no esconde su condición de
ciudadano militante, de habitante sensible de una ciudad que le
sirve de inspiración para que su poesía funja de
aliada de esa Caracas suya y nuestra que la modernidad y un mal
entendido progreso han convertido en "tierra y abono
para la nostalgia".
Nuestro poeta no se contenta con ser chofer, consumidor,
transeúnte, empleado, porque sabe que la ciudadanía conlleva una alta dosis de
orgullo, de reclamo, de aspiración – "los
caraqueños regresan a sus casas / o salen en busca de
felicidad: / cómo saber dónde el alma encuentra
sosiego / y el espíritu se extiende como una mesa servida"
– que el escritor vuelca en sus versos, a fin de que
Caracas, a pesar de ser "un forzoso ejercicio del recuerdo", se
reconcilie con sus ancestrales rasgos, sus gestos, sus accidentes
físicos e incluso con su presente de arterias de concreto
permanentemente obstruidas y a punto de estallar.
El escritor reivindica – temprana y
tardíamente – al caraqueño cerro Ávila, a
ese cerro que a fuer de mirado dejó de ser visto para
adquirir carácter de rutina sensorial, de mampara urbana,
de gimnasio al aire libre, donde unos agotados citadinos aspiran
recomponer los equilibrios del cuerpo, pensando que así
aseguran también los del alma. El Ávila, cuya
silueta en verano "permanece velada por la incandescencia", es
reconocido por Arráiz de manera remota e indirecta. El
poeta, en versos más tardíos, así lo
reconoce: "El cerro cobra toda su magnitud ante el estupor de mis
oídos, / tengo ahora la sensación de haber vivido
al margen / de su largura, su grandeza, su ritmo, su
imperio".
Arráiz Lucca se valió entonces, en su
momento, de Manuel Cabré, el pintor por antonomasia del
Ávila, para hacernos ver de nuevo los colores, los
accidentes y las sombras de una montaña que había
perdido su identidad, debido a tanto uso repetido,
automático y cotidiano. El pintor es bendecido por el
poeta, quien recientemente se declara "…feligrés de
sus perfiles vespertinos / y un sirviente de sus amaneceres
solventes", y alaba la paciencia del artista plástico,
esa que le permitió "vivir noventa y cuatro años
haciendo lo mismo sin otro hallazgo que la noble rutina de
retocar tu invento". Con especial sarcasmo, Arráiz Lucca
le agradece a su "muy querido Manuel Cabré" la mudanza del
Ávila a las paredes de las casas porque nosotros no
habíamos tenido tiempo de volverlo a ver, "ocupados en
cosas más importantes".
Arráiz Lucca ama la Caracas que fue, la que es y
la que está siendo, aquella que emergiendo de los planos
de arquitectos e ingenieros, se transforma en zonificación
y permiso de construcción para darle vía franca a
unos constructores, a unos paisajistas, a unos urbanistas que no
dejan que "nada se acerque a la eternidad", propiciando que la
ciudad del poeta no la conozcan sus hijos, debido a que nunca
rodarán por la misma calle ni obtendrán descanso y
reposo en bancos y plazas
ya desaparecidos. El escritor se erige a sí mismo en
testigo privilegiado de esa ciudad que está siendo por
efecto de máquinas
que engullen, tragan, devoran, insaciables una naturaleza
perdedora que antes se denominaba cerro, paisaje, quebrada,
bosque o laguna; así, decidido, tajante, cínico,
desafiante, y sin ningún asomo de duda afirma que "donde
haya un movimiento de
tierra estaré yo, mirando los tractores".
Caracas sucumbe y renace de sus propias entrañas,
para darle paso a edificios de propiedad
común, algunos extremadamente lujosos, imponentes y
premiados, protegidos con garita y vigilante; orgullosos saben
que no compiten con aquellos otros, cada vez los más,
donde el sudor de la frente se trocó en edificación
de segunda, en conjunto prefabricado, en cerámica china de
segunda en vez de mármol italiano, para ser habitados por
los sufridos y cotidianos usuarios del metro, el autobús y
del por puesto. Sin embargo, en ambas construcciones,
independientemente del lujo visible que recubre cabillas, tubos,
cemento y
ladrillos, existe para proteger el interés
común – "la paz no está en nosotros como si lo
está la guerra" – una infaltable junta de condominio,
emuladora de los foros romanos, de las asambleas revolucionarias,
de las sesiones justicieras de diferente cuño que
inevitablemente "viven de sus víctimas", requiriendo del
concurso de señoras y maridos para identificar al
malhechor, quien deja de tener nombre y apellido para convertirse
en nomenclatura de apartamento, en número y letra, 4A,
5C, que identifica piso y torre, culpable y
víctima.
Una ciudad vive también de los encuentros
furtivos, de ese amor confundido con el sexo que las más
de las veces termina siendo masturbación a dúo,
pura y simple, refrescada con la saliva y el sudor de una pareja
cada vez menos entusiasta que, poco a poco, va reconociendo que
el futuro no pretende convocarlos para que lo compartan en
conjunto. Arráiz Lucca sabe que Caracas es ella y sus
aledaños, la Panamericana, la carretera hacia el Junquito,
la vía hacia Mariches, donde variados moteles de paso, de
comida rápida, se alimentan de jadeos y premuras que
imponen una alta y muy bienvenida rotación. Hoteles paradójicos a los que se
arriba con energizados bríos y urgencias contenidas para
salir de ellos, arrepentidos, desencantados, confirmando la
añeja historia "de creer que estamos juntos, el antiguo
simulacro en el que pierde la tristeza". Paradores sexuales en
los que se ejerce una parodia de amor en medio de una
vergüenza propia, acompañada de perfumes baratos,
paños breves y jabones sin gracia ni abolengo.
Caracas despojada de aventuras, rutinaria, cotidiana,
prodigadora de ciudadanos comunes, de "seres abyectos" que salen
todas las mañanas "en busca del destino". Esa ciudad de
fracasos, aburrida, es protagonizada por esos oficinistas,
empleados, analistas que se miran en el espejo para "confirmar
sus virtudes" y comparten su almuerzo "con otros que aseguran,
como él, que la felicidad asalta de improviso y
sólo se trata de esperarla". Ciudad de los alienados en la
esperanza que Arráiz rechaza, repudia, implorando "que no
venza la abulia y mucho menos esa fuerza que nos hace dejar el
mundo inmaculado".
Frente a esa Caracas de todos los días, del mismo
recorrido y a la misma hora, el escritor reivindica esa otra urbe
en la que los ciudadanos se ponen de acuerdo "para actividades
distintas del sueño". Ciudad alegre, sonriente, que
desobediente deja de lado la tristeza, la rutina, la
resignación y que Arráiz asimila con sus amigos,
"entre quienes se cuentan las almas menos ruines, más
esplendorosas". Caracas posible que en los versos del poeta
también puede ser una afrenta, un reto, una alegría
previsible, un futuro conquistable. Así como hay una
Caracas de la amistad, una ciudad viable, solidaria, asentada
sobre las bases de un afecto que trasciende el beso protocolar y
el apretón de manos, para el escritor existe
también una ciudad concebida para el amor, para el
reconocimiento del otro, de ese ser amado, necesario, infaltable,
que debe acompañarlo incluso en esos días tristes,
de "capota gris", en los que va llover, y ni siquiera tiene a su
compañera, a su pareja soberana para "nadar en la
autopista". Caracas amada y hecha para el amor donde "sólo
es permanente lo que falta y lo que fue" y el cuerpo de la amada
es también "una vuelta a empezar todas las
noches".
Ciudad difícil, en la que conviven la vida y la
muerte, la tranquilidad y la amenaza, la inocencia y el crimen,
la fiesta y el luto, donde una cultura de la
muerte televisiva e importada hace de las suyas, y el atraco, el
arrebatón, el asalto, el secuestro
express o el asesinato acechan en esquinas y avenidas,
los viernes y fines de semana, haciendo que el poeta se
reconforte porque "superamos un día sin saber si nuestra
foto aparece mañana en la última página del
"periódico
con sus hechos de sangre".
Caracas de todos nosotros, revivida, reivindicada, por
la emoción de un poeta que es capaz de prescindir del
pesimismo y las traiciones para devolverle la identidad a una
ciudad que vive de la nostalgia, aunque se empeña, sin
embargo, en vencerla para no ser sólo un territorio del
pasado y del recuerdo, porque también hace falta "llorar
de futuro aunque no llegue."
Caracas y José
Pulido
Este país ha repartido mal
se lo digo yo en esta acera
sacándole el cuerpo
a la sayona de la mendicidad
José Pulido devela el lado oscuro de Caracas: el
de la malvivencia, el de la ciudadanía de segunda, el de
hombres y mujeres envilecidos, excluidos, rechazados, aquel que
se traduce como precariedad, subsistencia pura y absoluta: la
realidad de una Caracas que ya no puede esconder, disfrazar,
ocultar la marginalidad, la
exclusión de más de la mitad de sus conciudadanos.
Pulido se imagina como discurre una existencia interina que se
vive al instante y por cuotas: "barras, / música de
vidrios y alcohol, /
asesinatos rústicos, / sexo agrio, / la madrugada
culebrosa / toses en vez de gallos / tuercas oxidándose /
en los barrancos del sentir, / almas sin mantenimiento,
/ suspiros sin ruta, / esta ciudad enajenante / huérfana
de heroísmos / vestida de horóscopos
farsantes".
En medio de inclementes recuerdos por lo dejado
atrás en el tiempo y en el espacio: "…un pueblo sin
asfalto y sin cemento / de pura tierra el pueblo / ventorrillos y
humo", el poeta rememora su llegada a la ciudad para convertirse
en ciudadano de una vez y para siempre:
"…Soñé que me espinaba las pupilas / Estaba
llegando a la ciudad / El autobús marchó sin
altibajos / La parada final me despertó / Y el hervidero
de neón hizo el papel / de que la ciudad me recibía
/ Y en ese entonces me quedé atrapado / Entre el
sueño y la vida".
Nuestro escritor deambula y recorre una ciudad ofidia
que a muchos, los de las colinas del Este, los del levante, por
donde sale el sol, le es
ajena. Pulido, en pleno centro de una ciudad repudiada y
malquerida confiesa: "Me mordió la avenida Baralt / la
tarde del viernes / culebra atragantada / de buhoneros y carros /
mujeres sin milagros / buscando templos / en el infierno de la
bisutería".
En la poesía de Pulido, Caracas es redescubierta
más allá de los clichés y lugares comunes de
la elegía poética y del impresionismo
pictórico; el poeta la representa en esa otra
dimensión que poco o nada tiene que ver con los centros
comerciales de moda o con los
paseos para turistas de paquete. En la ciudad del poeta, la misma
que nosotros desvivimos, "hay bullicios de panadería / una
mujer recién bañada / baja la calle cantando /
alguien rompe una botella contra la acera / en lo más
profundo de la intimidad y de la sabiduría
filosófica / nada puede superar la combinación de
sudor y vellos púbicos / todo Petare, toda calleja, la
dorada carne de la ciudad / el espíritu bisutero de la
urbe / saltan como un cohete de fiesta patronal".
El poeta sufre la ciudad como también la soportan
sus malhadados habitantes, comparte el infortunio y la
frustración de buena parte de sus congéneres, de
aquellos que habitan permanentemente en la esperanza, en la
ilusión renovada de que mañana, por efecto del
azar, del milagro o de una decisión administrativa, en
fin, de la rueda de la fortuna, de la infinita bondad de Dios o
de las políticas
clientelares del gobierno de
turno, todo va a ser diametralmente distinto.
Ciudadanos que creen en el 41, en el 11, en los dos
patitos, el 22, en los números que revelan los
sueños alocados, en el infinito poder del Señor, y,
sobre todo, en los ilimitados recursos de un
omnipotente Presidente de la
República en permanente campaña política quien,
afectuoso – cerro, sudor y escalinatas arriba –
estrechó, a diestra y a siniestra, innumerables manos
expectantes, entusiasmadas, mientras, en generosa demagogia,
aseguraba, a sirios y troyanos, a los habitantes de Río
Crecido y de Quebrada Seca, la definitiva conquista, la
final obtención del hogar soñado, de la salud faltante y de una
felicidad posible obtenida siempre en urnas, esta vez, las
electorales.
En palabras ansiosas de un mejor futuro, el poeta,
contento y esperanzado como un comprador de sueños
más, acude, optimista, al quiosco de lotería: "Voy
a comprar el cero cero / el ochenta y seis / el dos mil veinte /
la lotería está obligada / a ceder / de tin
marín", para escuchar, atónito y confuso, la
fría respuesta del inmutable vendedor de ilusiones, quien,
sin alzar vista y cara, responde, impertérrito, que no
queda ninguno de esos números que amparaban ansiadas
prosperidades, apetecidos y ahora imposibles
bienestares.
Nuestro poeta tiene plena conciencia de las
falencias, de las precariedades que supone una existencia
minusválida, siempre al borde, en el límite de la
subsistencia, signada por la carencia de lo fundamental e
inscrita en una doble alienación: la de la esperanza de
que pronto llegará una vida mejor, o la del consuelo de
que se vive tan peor como los demás lo hacen.
A solas consigo mismo, el escritor describe el decurso
de esa existencia que semeja la de un prisionero sentenciado a la
celda para los castigos por el solo delito de habitar
en la marginalidad. El poeta certifica, la conciencia se
revuelve: "No hay idiosincrasia en el andén / no hay
país en la butaca del cinematógrafo / amo el
café
como si fuese la materia prima
de mi alma / y cuando tengo la anestesia del desamor / busco el
rocío / de los pajonales inventados y soñados / a
través de la ventana de mi baño / que posee cielo
propio, una montaña un avión / una
acumulación de polvo, de años y años / un
pujido de sol revelando huellas digitales / y bebés de
arañas".
Cielos y aviones inventados por la imaginación
del poeta enjaulado, acompañan a una montaña que
perdió lentamente su lozanía y su verdor: sus
árboles, sus quebradas, su flora y sus
animales, para
pasar a ser el sostén físico de esas inestables y
crecientes existencias que configuran la marginalidad urbana. Una
realidad de ranchos, de viviendas precarias, de estrechas
callejuelas, de servicios
públicos inexistentes e interminables escalones que no
conducen a ningún cielo es la que Pulido observa, no sin
cierto dejo de denuncia, cuando informa y confirma: "el
autobús de medianoche se vacía en la parada / un
hombre quiere vomitar / una voz femenina se queja / y gorgotean
las alcantarillas / no hay relinchos / no huele a pastos verdes y
extensos / no hay rocío / olvídate de las frutas
silvestres / no hay peces ni
tigres ni venados / no es posible tantear un nido colgante / hago
un esfuerzo al besarte con el alma".
Ciertamente, en el desasosiego de la marginalidad, en el
agobio de la precariedad, cualquier iniciativa vital significa un
esfuerzo permanente, un reiterado albur, un riesgo advertido:
todos los días la gitana del destino te echa las cartas, te tira
los dados. La existencia de aquellos marginados que son
fácilmente reconocibles por sus "ojos de traicionado, boca
de chofer, / castrado de la tierra /
colilla destripada" es una osada aventura que fácilmente
se convierte en su contrario: "Una desventura baja en ascensor /
y otra desventura / inunda el quiosco / de la Plaza Venezuela / mi
perfil pasa / sobre un cementerio de aborígenes y
españoles / soy un peregrino de vidriera".
Ese peregrino que habita en la inagotable
imaginación del escritor reconoce, en sus enardecidos
versos – genuino reproche ciudadano – que, a pesar de todas
sus andanzas callejeras, de sus emociones urbanas, de sus
circunvalaciones citadinas: "Este no es mi lugar / soy una raza
extraviada ", aunque "el faro rojo de la patrulla policial gira /
en el cuarto / todo el tiempo ".
Pulido no puede soportar, ser testigo y mucho menos
protagonista de una marginalidad que se traduce en encierro, en
acuartelamiento por razones de dinero, en
prisión perpetua por motivos económicos. El poeta
se rebela en contra de una realidad impuesta por las
circunstancias de la precariedad; hondo de afectos se lamenta:
"¿Quién es testigo cuando te miro? / y sé
que eres demasiado / bien nacida y fresca para estar tendida / en
un cuarto pequeño y amarillento / ¿Quién
puede testificar este dolor / inacabable e irreductible / de ver
a una diosa atrapada en la perplejidad / las alas a medio salir /
los brazos quemados por aceite de
cocina? / ¡Ay la diosa hermosa / encerrada en una vivienda
prefabricada! / un lugar donde el sol es polvoriento, donde las
flores son de plástico y los sueños pesadillas
económicas / la diosa hermosa allí / como una
música retenida / y el hombre que la mira / y que la ama
de este lado / muerto de tanto mirar / muerto de tanto fracasar /
muerto de tanta política. / Muerto de amar caro / con un
corazón tan barato".
Los relegados de siempre, los condenados de este valle,
los rechazados anónimos, los desamparados, esa inmensa
legión de recogelatas – como si el aluminio fuese
el oro de este siglo -, los salario-mínimo, los cesta ticket, son
exaltados a vivo verso en la poesía de Pulido, mientras
los temerosos pobladores de la otra ciudad – la luminosa,
distante y flemática – rechazan con fingida indiferencia,
tanto al mugriento mendigo, al alocado indigente, como a los
abigarrados y coloridos conciudadanos, las Belkys, Yuleisis,
Nancys y Jordans de las populosas barriadas caraqueñas
que, viernes y sábados, quince y último, toman por
asalto los espacios ciudadanos para manifestar, en medio de su
algarabía, una libertad que
sólo se ejerce en el alegre desenfado que acompaña
a la multitud; Pulido se hace uno con ella: "A veces amo la
carretera / que hay dentro de mí / y el amargo contacto de
la muchedumbre".
Contemplada desde las humildes y oscuras claraboyas de
la marginalidad, la ciudad ajena parece un buque sin mar que
navega decidido en el asfalto de la poesía de Pulido,
quien aterrorizado confiesa: "Es un barco enorme / lo siento
pasar / pegado a los edificios". Ese navío fantasma,
eslorado y al garete, es "una masa de silencio / las olas lo
golpean en la madrugada" y los perros se asustan
tanto como el escritor, quien, al paso del "escualo del odio",
gime, se enrolla, tiembla, tirita de miedo y asombro y se aferra,
incrédulo, al único lugar que ofrece una pasajera
seguridad: el
pasamanos de la escalera de su edificio.
El poeta registra para la historia de una ciudad en
permanente movimiento, el violento pasaje de esa
embarcación que hiede – como el mismo odio – a
capitán eterno, a sobacos de océano, a
descomposición de amores. Luego del amargo tránsito
del barco del resentimiento queda "a babor un muerto a estribor
un muerto".
En nombre de todos y cada uno de los jugadores de pelota
en la calle, de los oyentes de música a todo volumen, de los
enfermos desatendidos en clínicas y hospitales por no
tener dinero o insumos médicos, de los sudorosos pasajeros
del metro, de los recluidos en la Cárcel Modelo, de los
come perros calientes a la hora del almuerzo, de los huelepega de
Sabana Grande, de los locos de la Cota Mil, de los empleados sin
palto, del personal del aseo urbano, de las domésticas de
oficio y por día, de los embolsadores del auto-mercado, de
los asesinados de fin de semana, de las mujeres de alquiler, de
los sin papeles, de las madres que indagan por sus hijos en
morgues y hospitales, Pulido levanta un necesario y preventivo
verso de alerta: "La ciudad exige un perdón y un
latigazo".
Carora y Guillermo
Morón
Esta ciudad de Carora toca al oriente, por donde nace
el sol,
en el preciso lugar donde se encuentra el sitio
denominado
El Yabito, porque de antiguo ha crecido allí
un árbol de Yabo,
un árbol ceniciento, macilento, de hojas
pequeñas comestibles
para los rebaños de cabras que existen en
estas comarcas
carorenses.
La villa Nuestra Señora de la Madre de Dios de
Carora es la urbe que convoca los recuerdos más sentidos y
emotivos de Guillermo Morón, quien en su novela Las
Espuelas del Gallo de Oro reitera que esa villa es
auténtica patria chica y orgulloso gentilicio estricto.
Esa ciudad habitada por "godos grandes carajos, por cara –
coloradas hijueputas", fue la que albergó tanto las
travesuras juveniles como las lecturas decisivas del narrador,
quien a muy temprana edad "estuvo en la tienda de Polo a buscar
un libro de
Historia, los libros
están apilados en la trastienda, sopotocientos libros,
impresos en España, impresos en una ciudad que es la
más grande de todas las ciudades fundadas por los
españoles cuando fundaron también a Carora, llamada
Buenos Aires."
Carora se jacta de conservar intactos los mismos
linderos desde su fundación, el 15 de octubre de 1569,
así como de exhibir el linaje de unos apellidos –
Riera, Zubillaga, Perera, Oropeza, Álvarez, Herrera y los
que faltan para completar los veinte recogidos por el
genealogista de la villa – que se mezclan entre sí, se
entrecruzan una y otra vez, para dar origen a ese caroreño
blanco, godo, colorado y peculiar, muchas veces genuino pero no
legítimo: " de sangre azul conocida, cristianos viejos
probados, ni turcos ni negro ni judíos ni indios ni
protestantes, Jesús amén, sólo
caroreños antiguos y principales " y nunca a los otros,
los ilegítimos, los pecaminosos, "los hijos naturales ni
los pardos del siglo XVIII que aunque se hacían pasar por
honorables y blancos eran todos negros, descendientes de
esclavos, que las familias les permitían usar sus nombres
y apellidos."
En fin, ese caroreño genuino, blanco y
legítimo, también se caracteriza por proferir
palabras gruesas y agresivas, no necesariamente malas palabras,
aunque sí gritadas: "como si tiraran pedrugones con la
lengua." En efecto, recuerda el escritor: "cuando un
Álvarez habla por el teléfono de manigueta desde la hacienda que
tienen en El Blanco, en las cabeceras del río, se escucha
el escándalo en Carora y en los pueblos vecinos, no
necesitan usar el teléfono ni mandar recados para los
peones, se ponen a gritar y todo el mundo se entera de que no
llueve en la hacienda, que los pozos de agua están secos,
de que esos carajos peones son unos perezosos, que si no aumenta
el precio de la
leche a esto
se lo llevó el diablo, que cómo va a ser eso de
dejar entrar al Club Torres a ese negraje de Barrio Nuevo, Carora
se acabó, no puede ser, entonces nos tendremos que ir de
aquí, los vozarrones de los Álvarez aumentan el
calor de la ciudad, ah buena vaina, carajo."
Carora es sinónimo de agobiante e inclemente
calor – "continuo, día y noche, desde enero a diciembre,
apenas bate el viento por la tarde, con cierto ruido de
borrasca" – sólo comparable con el de los desiertos
más inclementes del planeta: el conocido Sahara, el
inquieto Sahel o el más lejano Gobi: "Porque lo que pasa
lo sabe todo el mundo, aquí abajo en esta maldita tierra y
allá arriba en ese maldito cielo, un cielo maldito, que no
hace sino relumbrar, echar sol como si no tuviera otro oficio,
como si en lugar de ser el cielo fuera el infierno." Francisco ha
sudado ese calor, a chorros lo ha sentido correr por su
pequeño y enjuto cuerpo de niño precoz, dotado de
"unas nalgas poco atractivas, más bien flacas, los huesos
se adivinan debajo del pantalón sin calzoncillos, carne
magra, como un firulí el cuerpo pequeño de
Francisco, pero reluciente el rostro, ágiles los
movimientos, oscuros y brillantes como estrellas los ojos, el
pelo negro, el perfil de su abuela materna, respingada la nariz,
te pareces a Simón Bolívar le dijo la maestra
Teresa Molero y desde ese día sus compañeros le
pusieron chapa de oro con el está bien, Bolivita, hola
Bolivita, Francisco tuvo que agarrarse de nuevo cuatro horas en
El Pajón con Amorfiel Martínez para quitarse la
chapa de encima."
Un calor permanente y un río agazapado
caracterizan a esa villa de Carora que Francisco se conoce de
memoria, al dedillo, de pe a pa, en cada uno de sus detalles, de
tanto recorrerla, caminando, dando brincos, saltando de una acera
a la otra, a pleno sol o en la cómplice oscuridad de las
sombras, volando ligero: "tomé la decisión de mirar
desde arriba todas las casas, en vuelo despacio, no como los
pájaros, sino agachado, agarradas las piernas con las dos
manos. Pero la mano derecha, suelta para pasar por encima de las
maporas de la plaza y más alto que la torre de San Juan",
en fin, vagando a sus anchas por unas calles que conoce al pelo y
que puede recitar, una a una, con los ojos cerrados, visitarlas
de nuevo con la imaginación como si estuviera consultando
un preciosista portulano o las vías mostradas en pantalla
por el más eficiente buscador satelital. Rememora
Francisco las calles de la ciudad de poniente a naciente: "la
calle Bolívar, la Zamora, la Torres, la Carabobo
(…) la calle de La Paz, la Miranda, la Democracia que le
cambiaron el nombre, la Libertad que también le pusieron
otro nombre por si acaso y no se alcen los caroreños son
todos gobierneros, por eso hay que mudar los nombres federales de
las calles transversales, la Calle Falcón,
¡quién ha visto! que es la primera cerca del
río, paralela claro está a la calle del Comercio las
dos capillas en sus puntas, luego la calle real y principal, que
es la de San Juan, toda hecha con casas sagradas (…) la
calle Bruzual quién será ése, la Sucre
más arriba que no le han cambiado el nombre al Mariscal de
Ayacucho, Monagas cuál de los dos será, debe ser el
libertador de los esclavos, que nos echó ese tronco e
vaina de dejarnos sin esclavos, la calle Federación
ésa sí ya dejó de llamarse así
(…), y la última que era la calle Independencia,
porque de ahí para arriba ya es el trasandino y la
carretera trasandina de tierra…."
Pero no hay calle verdadera, genuina, sin sus habitantes
y sus moradas, esas edificaciones, esas viviendas de particular
estilo que le otorgan especial identidad a Carora, verdaderas
casas sagradas que el escritor visita con ánimo de
urbanista del espíritu, de antropólogo de la
historia caroreña. Siempre dispuesto a trasladarnos
vivazmente a la villa de sus afectos a través de sus
emotivas evocaciones, Morón explica minucioso, detallista,
reparón, que una casa sagrada caroreña tiene:
"portón y anteportón, con lo cual se da existencia
de presente al zaguán. Las casas sagradas de la ciudad,
donde viven los godos, tienen todas zaguán (…)
todas las casas caroreñas tienen y deben tener esa entrada
entre el portón que es la puerta principal de la morada y
el contra – portón o segundo portón que es la
puerta con acceso final hacia el interior sagrado de la casa
(…) en Carora hay como mil casas, unas doscientas
serán casi sagradas, donde viven los blancos de la plaza,
las diversas clases de godos, que unos son llamados Chuios y
otros son llamados Chuaos, eso no quiere decir gran cosa sino que
unos son más godos que otros, no es que sean más
blancos ni más caracolorás, sino que lo hacen para
pelear los puestos públicos."
El sol y el calor de la ciudad son objeto de variadas y
sudorosas imágenes
que dejan su indeleble mancha sobre las páginas que
garrapatea el escritor. Morón advierte con estricta
crudeza acerca de las consecuencias fatales que pueden producir
los furibundos rayos solares del cielo de Carora sobre cualquier
mortal negligente o irreflexivo. Para que estemos prevenidos
aconseja: "a las diez aprieta el sol, hay que llevar sombrero
aludo porque de lo contrario se achicharra la cabeza y se pueden
quedar los huesos pelados entre los tejos de la playa, como
huesos de chivo muerto, se mueren de sed, se los comen los
zamuros y se quedan los cachos en la cabeza pelada en un sitio,
más allacita las costillas y por los lados, todos regados,
los huesos de las patas, todos tuyíos, desmigados por el
calor, por eso hay que ponerse sombrero de cogollo bien
alón, para que el sol no haga de las suyas y lo convierta
a uno en chivo muerto."
Las villas poseen para temor de niños y adultos
sus propios espíritus, sus apariciones o aparecidos, sus
fantasmas: El Silbón, La Llorona "que llora
inconsolablemente la muerte de su hijo muerto sin haber nacido
porque ella misma le dio un gran manotón y el hombrecito
(porque era macho, veis) le gritó desde adentro,
¿porqué me matáis antes de tiempo?", el
hombre del carretón, El Salvaje, La Sayona, El Maniador,
pero solamente Carora muestra con
orgullo a su espanto fundamental y sin comparación: el
mismo Mandinga, un demonio sin amarras, el propio Diablo que
todavía anda suelto en Carora. A tenor de lo narrado por
Morón, la presencia permanente y libertaria del diablo en
la ciudad infernal se debe justamente al calor insoportable que
la define y le es consustancial:´"El calor se
aposentó en la ciudad, el calor soltó al diablo, el
diablo estaba bien amarrado en el solar del convento de Santa
Lucía, el convento franciscano; allí lo
había dejado tuerto Santa Lucía de un bastonazo que
le dio, cuando el diablo entró al oratorio donde estaba la
santa dedicada a sus oraciones (…), en el convento estaba
amarrado el diablo desde cuando se fundó el convento,
tuerto y amarrado con fuertes cadenas en el tronco de un
cují seco, con el rabo mocho, un franciscano se lo
pisó, cuando Santa Lucía le saltó un ojo de
un bastonazo, y entre los frailes lo dominaron a palos, lo
amarraron con las cadenas de amarrar negros y lo dejaron en el
solar, amarrado, sin darle de comer, más de doscientos
años estuvo el diablo amarrado en el convento, hasta que
se soltó y la culpa la tiene el calor, porque el
día en que se soltó el diablo en Carora
hacía más calor que en el propio infierno,
cómo haría de calor que los caroreños, se
acostaron, desnudos, empapados en sudor, a las diez de la
mañana, como si fueran las dos de la tarde, que es cuando
se duerme la siesta después de almorzar mondongo de chivo,
cabeza de ovejo, caraotas caldúas, lomo prensado,
longanizas, tajadas fritas, suero, queso raspado, arepas, y un
chocolatico caliente, como hacía tanto calor, los
caroreños decidieron desayunar como si fuera el almuerzo y
todo el mundo se echó en sus chinchorros a dormir la
siesta con ese inmenso calorón, todas las barrigas
caroreñas repletas de mondongo ocuparon los chinchorros,
sin una gota de aire, caliente el sol, despiadado encima de las
tejas, implacable en la plaza y en las calles, los árboles
se quedaron pasmados de calor, un gran silencio entró a
las casas sagradas, el silencio del calor y de la siesta, todo el
mundo con la barriga desnuda, la paloma apagada, los brazos
colgando fuera del chinchorro, el calor se hizo dueño de
la ciudad, para que el diablo soltara sus amarras, para que el
diablo endemoniara el convento, nueve muertos con calor y sudor
dejó el diablo en Carora el día que se soltó
y ya no lo han vuelto a amarrar, porque el convento se
cayó, los godos de Carora expulsaron al último
fraile y Santa Lucía se quedó
ciega…"
Sin embargo, otros entendidos en el asunto del Diablo de
Carora como Don Pedro Nolasco de Álvarez dicen, en boca de
Francisco y con los presuntos cachos del diablo bien sujetos en
sus manos: "El diablo se soltó de sus cadenas. Y
comenzó a realizar acciones
heroicas, de muy diversa naturaleza. Para vengarse de Santa
Lucía que lo había amarrado en el tronco del
cují, en el patio de su convento, comenzó a poner
ciegos a todos los curas de la ciudad, y principalmente al Padre
Francisco Ramos, que era Doctor en cánones, para que no
pudiera ver quién era quién y así mandara
para el infierno a los inocentes y remitiera en sacos de lona a
los culpables para el cielo; luego el diablo confundió a
unas autoridades con otras, para que se mataran entre sí.
A unas autoridades con otras, para que se mataran entre
sí, como en efecto se mataron, los Alcaldes Ordinarios
pasaron por las armas al Juez de
Comisos y el teniente Justicia de la Compañía de
Volante, que también era el Buenaventura, le dio de
puñaladas a los presos, de tal manera que se armó
la sampablera. Y también el diablo, sólo por
fuñir, sin otra intención, comenzó a cogerse
a todas las mujeres de la ciudad, de lo cual se aprovecharon
algunos maricos viejos y sabios y otros maricos jóvenes e
inexpertos para hacerse pasar por mujeres, sólo por
aprovechar. De modo que el convento de la Consolación,
fundado en el barrio de la Greda, donde la ciudad
repetiría su propia historia, con casas y todo, tuvo
muchas reclusas santas, hijas adulterinas del diablo. Nada de
esto se puede decir en voz alta porque es absolutamente
pecaminoso y forma parte del Capítulo Décimo
titulado De las Prohibiciones y Fornicaciones en el
Libro Secreto escrito con mucho cuidado, amor de Dios, santo celo
y curiosa preocupación, por el Ilustrísimo
Señor Obispo Don Mariano Martí,
cuyo capítulo se refiere íntegramente a la ciudad
de Carora visitada por el Obispo, inmediatamente después
de la fecha en que el diablo se soltó en
Carora."
Sea como sea, cuéntese como se cuente,
entiéndase como se entienda, nárrese como se narre,
desde aquellos lejanos, confusos y aciagos días en el
convento de Santa Lucía, ningún visitante de la
villa pregunta por el Dios de la ciudad, sino por el distinguido,
célebre, famoso y suelto, Diablo de Carora.
Culminados con excelencia sus estudios en la ciudad
donde el diablo continúa suelto: "yo soy estudiante de
puros veintes en todo, también en conducta, aunque
tengo que pelear en el recreo", más adulto, más
persona,
más seguro, con la
indoblegable esperanza puesta, desde el instante mismo en que
partió de Cuicas, en el logro de un porvenir diferente, el
escritor, al momento de pasar por el Trasandino con destino a
Caracas, en la parte alta de Carora, no quiso divisar la villa de
su adolescencia:
"no quería ver las casas sagradas, cuando sea rico y
doctor volveré, dijo a los catorce años Francisco,
camino de la flor amarilla del araguaney, la flor del araguaney
es amarilla, florea el árbol todo entero, se caen las
hojas y la flor amarilla llena frondosamente las ramas. La flor
del araguaney se cae al suelo a los quince días.
Sólo quince días dura la flor del araguaney.
Francisco no tuvo tiempo de recordar su infancia."
Ciudad de México y
Carlos Fuentes
En México no hay
tragedia:
todo se vuelve afrenta.
Una ciudad no se define sólo por sus accidentes
geográficos o por su infraestructura física, por
más bellos e incomparables que éstos sean.
Más allá de lagos, ríos, valles, volcanes o
montañas, de interminables avenidas o estrechas
callejuelas, de imponentes monumentos, plazas, catedrales, de
prudentes casas dotadas, paradójicamente, de balcones
curiosos que emergen del recuerdo para darle permanencia al
pasado, una ciudad, una verdadera, requiere conformarse
también con olores, sabores, aromas, con una peculiar
manera de salir o de ponerse el sol, de ver caer la lluvia o de
conculcar el día para convertirlo en noche intransferible
e inajenable. También es ciudad por su gente, por esa
variopinta realidad humana que transita sus calles, habita en sus
moradas, labora en sus oficinas y despachos, que goza y sufre lo
cotidiano, se desespera y se entusiasma con la cambiante
realidad, así como confiada y luego engañada,
repudia a sus líderes y dirigentes.
Carlos Fuentes
así lo sabe y así lo expresa en su novela La
Región más transparente, cuya única y
fundamental protagonista, independientemente de innumerables
personajes y de urdidas tramas, es Ciudad de México, esa
urbe plural y polisémica, hecha de mentiras y verdades, de
pasados negados y presentes cuestionados en la que,
sincréticamente, el águila y el nopal conviven con
el cordero y la cruz, en una tensión no resuelta que
todavía clama por identidades que un pasado de
sojuzgamiento y un presente de revoluciones institucionalizadas,
parecen no otorgarle.
Ciudad de México, en la perspectiva del escritor,
es un compendio de gentes y situaciones, de fenómenos
físicos y realizaciones del hombre, de olores y colores
propios, de una historia que aún deja sentir su peso, de
linajes derogados, sustituidos prontamente por súbitos
ascensos económicos y sociales de aquellos revolucionarios
que abogaban por la justicia y la igualdad. De
allí que en virtud de tantas tensiones inmanentes y no
resueltas, "la región más transparente del aire" es
un espacio donde inevitablemente "se cruzan nuestros olores de
sudor y páchuli, de ladrillo nuevo y gas
subterráneo, nuestras carnes ociosas y tensas,
jamás nuestras miradas."
Ciudad controversial que olvidó tempranamente los
ideales de solidaridad y
justicia esgrimidos por Zapata y Pancho Villa, para, renunciando
a principios y
preceptos, convertirse en la "ciudad del hedor torcido, de la
derrota violada, perra, famélica, lepra y cólera
hundida"; en fin, en ciudad a la que se le pueden aplicar todos
los epítetos del reproche, todos los calificativos
provenientes de la ira de un novelista convencido de que los
"héroes no regresarán" y que, por eso, es necesario
recobrar "la llama en el momento del rasgueo contenido,
imperceptible en el momento del organillo callejero, cuando
pareciera que todas tus memorias se hicieran más claras".
Urbe que acusa el repudio, el reproche por las utopías
fallidas, el reclamo vehemente de toda una generación
frustrada que contempló como la perennidad de su revolución
se diluyó, se esfumó para darle continuidad y
vigencia a un partido que la oficializó, convirtiendo en
dirigencia, burocracia y
gobierno a la oposición, la anarquía y la
montonera.
Habida cuenta de su carácter plural y diverso,
Ciudad de México se define también por sus
realidades físicas, materiales,
construidas por el hombre y alimentadas por la historia. Su
Zócalo no puede ser puesto de lado, negado a la hora de
confirmar rasgos y signos
específicos de identidad. El emplazamiento del
Zócalo, ese corazón palpitante de una ciudad que
nació sobre las ruinas de otra, la de Tenochtizlan en la
meseta de Anáhuac, puede ser contemplado con ojos
violentos que transcienden la evidencia palpable y constatable
para ubicar "en el sur, el flujo de un canal oscuro, poblado de
túnicas blancas; en el norte una esquina en la cual la
piedra se rompía en signos de bastiones ardientes,
cráneos rojos y mariposas rígidas: muralla de
serpientes bajo los techos gemelos de la lluvia y el fuego; en el
oeste, el palacio secreto de albinos y jorobados, colas de
pavorreal y cabezas de águila desecada… sólo el
cielo, sólo el escudo de luz, permanecía
igual".
Cielo inamovible, sinónimo de infinitos y
eternidades, contemplado por igual por conquistados y
conquistadores, por el indio y el español, por la raza de
bronce y la que llegó en carabelas y bergantines, del cual
se desprenden lluvias caudalosas que como timbal del propio
cielo, hacen que cabezas gachas, plenas de agua y vaselina, se
adosen a los muros como arquetípicos y reiterados
condenados al paredón de la revolución y del
gobierno, esperando, resignados, "la fusilada que no llega".
Lluvia contagiada de aromas que convierte a la ciudad en "nube
teñida, en olores viejos de piel y vello, de garnachas y
toldos verdes".
Megalópolis "deforme y escrufulosa, llena de
jorobas de cemento e hinchazones secretas" habitada por
aristócratas venidos a menos que rememoran,
nostálgicos, aquella otra ciudad "pequeña y hecha
de colores pastel, donde no era difícil conocerse y los
sectores estaban bien marcados". Ciudad de putas y secretarias,
de obreros y ruleteros, de políticos y burócratas,
de intelectuales
y extranjeros, de mariachis y artistas de cabaret, de espaldas
mojadas que regresan frustrados al no haber podido concretar
sus ilusiones en el gran país del norte. Urbe "chata y
asfixiada" que va "extendiéndose cada vez más como
una tiña irrespetuosa" en la que conviven millones de
personas que paren "con una mueca cerrada, la luz de cada
día, la oscuridad de cada noche, sin solución, en
un parto repetido
con el ejercicio doloroso de la premura".
Ciudad de la vida y de la muerte que a 2240 metros de
altitud se acerca al cielo para solicitar indulgencias y
bendiciones que exorcicen el pecado de no tener memoria, de no
contar con héroes vivos, de portar una máscara
anónima e imperturbable detrás de la cual se
esconden "nombres densos y graves, nombres que se pueden amasar
en oro y sangre, nombres redondos y filosos como la luz del pico
de la estrella, nombres embalsamados en pluma". En fin,
aquí nos tocó manito. Qué le vamos a hacer.
En la región más transparente del aire.
Florencia y Sinclair
Lewis
La belleza resiste todo incluso
a los turistas norteamericanos
Florencia resume, quizás como ninguna urbe del
planeta, lo que una ciudad ideal ha debido ser: bellas
edificaciones, buen vino, artistas inigualables, gobernantes
universales, manjares inimitables, pensadores originales, colores
y aromas incomparables, incluyendo su buena dosis de intrigas
palaciegas, de chismes de vecindad, de envidias derivadas del
talento, de rivalidades ancestrales, en fin, de todo aquello que
le da carácter a una ciudad para que cualquiera que la
visite no pueda renunciar a intentar convertirse también
en protagonista de las aventuras de diferente sino que, en su
momento, inmortalizaron a los Medici, los Pazzi, los Bardi, los
Rucellai, los Cavalcanti, sin dejar de lado a Miguel Angel, Da
Vinci, Savonarola, Cellini, Fra Angélico y Fra
Bartolomeo.
Hayden Chart, arquitecto, hombre de bien, viudo
deprimido intentando reponerse de la muerte accidental de su
insoportable esposa en un accidente de tránsito, producto de su
propia impericia al conducir, norteamericano promedio nativo de
New Life, Colorado, es el personaje central de la novela
póstuma de Sinclair Lewis, el primer Premio Nóbel
estadounidense, Este Inmenso Mundo, quien luego de una
larga convalecencia, experimentó la necesidad de
"renunciar a sus sólidas ideas americanas, a sus ladrillos
y su madera, para
vivir entre las viejas piedras de los dioses paganos europeos".
Este arquitecto al que "le reventaban los tétricos bloques
de cemento que colocaban los modernos con toda desfachatez",
luego de un largo periplo por Europa, se topó con
Florencia para deslumbrarse con "el formidable poder de
sugestión que tenía aquella ciudad tendida a sus
pies, una ciudad que parecía metida en una inmensa cesta
de oro entre las montañas de Arcetri y, más lejos,
el monte Fiesole".
Poder de sugestión variado, ejercido por una
ciudad a la que nada le falta, porque puede esgrimir ante el
visitante un pasado de edificaciones civiles y religiosas, de
príncipes, papas, intelectuales, artistas, al más
inflexible y estructurado de los turistas, exhibiéndolo
incluso ante esos infaltables norteamericanos, provistos de
guía y cámara, cargados de sus novedades pasajeras
(una estrella de cine, un
avión a reacción, el último escándalo
sexual de su Presidente, los asesinatos en serie, el
sermón del predicador de moda) que, sin embargo,
demuestran "una reverencia provinciana ante la cultura europea",
mientras procuran, en su encuentro con ciudades como Florencia,
"ver la misma elevada ambición en las catedrales
góticas que en los himnos góticos y la misma gracia
y luminosidad en los palacios y en las villas del renacimiento que
en las esculturas y en las canciones de la
época".
Florencia inasible que eleva al cielo, orgullosa, las
innumerables torres de sus palacios e iglesias para no pasar
inadvertida ante los habitantes de la tierra y mucho menos ante
los que habitan las alturas. Cúpulas majestuosas como la
de la Catedral de Santa María dei Fiori, torres
marfileñas como el campanario de Giotto o como la del
Palazzo Vecchio que "domina al mundo mejor que un rascacielos de
cien pisos de hormigón armado", sirven para testimoniar la
majestad de una ciudad "mil años más joven que
Roma" que por
efecto de sus "rojos y amarillos medievales y por sus
sombríos pasadizos parece, sin embargo, más vieja"
que la capital del imperio de los imperios.
Este inmenso mundo es el recuento de la
titánica tarea de un arquitecto estupefacto, decidido a
romper con sus tradiciones pacatas, asépticas e ingenuas,
para enfrentarse tanto a aprender el italiano, "un idioma que
para los indocumentados sólo consiste en melodías y
tra-la-la y damas nobiles y pregones de helado", como a descubrir
la sabiduría medieval escondida, oculta, intrínseca
a la ciudad, esa sabiduría que hay que cultivar "por
amor a ella
misma y no por las supuestas ventajas que le
atribuyamos".
Hayden recorrió Florencia y sus alrededores, se
trasladó al sorprendente San Gimigniano con sus antiguas y
numerosas torres, a Siena con su combativa Piazza donde se
desarrollaron palios y batallas bajo la atenta mirada de una
torre inaudita que remeda a la más espigada
montaña, para volver siempre a Florencia, la sinigual
ciudad "llena de antiguas resonancias y moderada energía
con sus viejísimos pasajes, retorcidos y misteriosos,
cubiertos con arcos de piedra sobre los que había grabados
escudos nobiliarios".
Ciudad medieval, estirpe del Renacimiento,
inevitable a los ojos de un arquitecto que ve más
allá de piedras, cemento y
cabillas para enfrentarse a la fábula de unos caballeros
andantes desafiando peligros en forma de lanza, ballesta y
armadura para conquistar un precioso galardón que
ofrecerá solicito a una princesa inocente, rosada de
rubor. Plazas jubilosas donde aún palpita el jolgorio, la
barahúnda, el bullicio de hombres y mujeres que se acercan
desde el Valle de Arno para ofrecer, en ferias coloridas y
vistosas, los más frescos y variopintos productos de
la tierra
toscana. Calles florentinas en las que es posible ver surgir, a
la vuelta de una esquina o de un recóndito patio: "alguna
dama con un puntiagudo tocado acompañada por un
galanteador vestido de satén con un halcón al
puño".
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